“No existe panacea contra el choque de los encuentros”, puso
Virginia Woolf en boca del encantadoramente frívolo Bernardo en Las olas. Y como siempre, Virginia tiene
mucha razón. Después de la violencia del encuentro, lo único que puede
acontecer es esa pavorosa, siempre excesiva manifestación del tiempo. No hay
más. Encuentro con el pasado, con el presente de lo que fue nuestro pasado, con
lo que en nuestro pasado fue nuestro futuro, y ahora no puede ser.
Todo de la manera más casual, sin necesidad de parafernalia
metafísica ni spleen, ni profundidad
romántica. Así, en la más llana casualidad del encuentro, uno haya eso que han
llamado finitud, y a lo que yo me refiero inexactamente, más por mis propias
debilidades que por estilo —aunque para algunos, sea lo mismo.
Recuerdo que una vez iba caminando, cuando me encontré con Paulina,
mi amiga de la prepa. Como yo, había estudiado filosofía, pero en Acatlán,
cerca de los emotivos —no encuentro otro término—suburbios donde habíamos
crecido. Yo, en cambio, estudiaba en la Facultad de Filosofía, en pleno
Copilco, en el muy presentable sur de la Ciudad de México, justo en el polo
opuesto. En ese momento yo vivía en Coyoacán, que con todo y sus jacarandas y
sus poetas de banqueta, no había logrado seducirme de modo que pudiera
entregarme a su ritmo. Tal vez eran mis demonios obsesivos, activamente
combatientes en la época. Mi amiga me platicó que se quedaba hasta tarde en la
biblioteca, leyendo todo lo que podía, que iba a clase de francés y los sábados
estudiaba latín; que su profesor de historia era un gran narrador y además,
guapo. Yo hice, como correspondía, el repaso de mis días.
Nada envidiaba en especial de las diarias jornadas de mi
amiga y, a la vez, todo. En ese momento, hubiera cambiado toda mi vida por uno
solo de sus días. Me despedí con ganas de llorar porque extrañaba, aún más que
si hubieran sido mías, las vivencias de Paulina. No tenía un nombre para
aquello, pero sabía que era uno de esos cruces desconcertantes del espacio y el
tiempo, o de las dimensiones del tiempo; un desorden en la percepción, que me
aterraba y me dolía en la misma medida que me atraía y me resultaba placentero
perderme en esos desconcertantes senderos. Pensé en el día, tres años atrás, en
el que había elegido la opción “Ciudad Universitaria” en vez de “Acatlán” en la
pantalla de un cibercafé. Pensé que volvería a hacerlo, recordé los muchos
momentos de felicidad que había vivido; nada estaba mal, me gustaba lo que
hacía, no había ni un matiz de arrepentimiento. Pero la imagen de lo otro, de lo
posible, había llegado con el choque del encuentro, para recordarme que por
siempre se había sido cancelada la posibilidad de transitar ese camino que,
para mí, ya no era posible.
Me di cuenta que, con poca atención y mucha soberbia,
habitaba en mí la idea de que, aquello que no había elegido en algún punto del
tiempo, siempre podría elegirlo después, en esa línea que se pierde en el
horizonte, y que no sabemos muy bien si le pertenece al tiempo, al espacio o a
otra dimensión, más abarcante, abstracta y ambigua. Yo ya no sería nunca la que
estudió en Acatlán, la que eligió ir ahí; la puerta se cerró para siempre.
Recordé una noche de mi infancia: me quedé a dormir en casa de mis abuelos. Estaba
en su cama y oía pasar los camiones a lo lejos; no podía dormir y escuchaba el
sonido del reloj cada segundo. Otra vez Virginia: “¿qué revelación más aterrorizante
puede haber que aquella de que éste es el momento presente?”
Había, en ese revoltijo poco claro que nos acompaña cada día
y que —creo— es lo que algunos llaman inconsciente,
la creencia de que llegaría otra vez una noche así. Impermeable a los hechos
concretos, ese fondo marino que nos inunda en todo momento había pasado por
alto que la habitación ya no existía, que mi abuelo había muerto y yo no era
una niña. Fue entonces, en el flagrante encuentro con la sucesión, que me di
cuenta de lo poco que en verdad creía en esa obviedad que llaman “pasado”. Mi
verdadera creencia, si bien secreta, sobre todo para mí, era que, en alguna
dimensión paralela a la interminable sucesión de momentos diferentes que constituía
lo que conscientemente he llamado “mi vida”, se repetían incesantemente los
momentos pasados, en una especie de memoria ontológica, como aquella de la que habla
Henri Bergson. Creía —en serio, lo creía— que cuando otro encuentro ocurriera,
en algún cruce multidimensional, me sería posible saltar y recorrer esa línea
en la que esperaban en constante repetición mis experiencias pasadas. ¿Cómo
resignarme a no volver a dormir en casa de mi abuela? ¿Cómo pensar que nunca
iba a estudiar en Acatlán?
Entre ideas de las películas de ciencia ficción, lecturas parciales
de filósofos posmodernos y, sobre todo, intuiciones ineludibles, no puedo dejar
de creer en que un día la diferencia será repetición, así como la repetición es
diferencia. ¿Mucha metafísica? ¿Poca metafísica? ¿Mala metafísica?
No lo sé. Lo cierto es que me siento como el Abraham de
Kierkegaard: con la necesidad de dar un salto en el absurdo, todo en pos de la
repetición que, por supuesto, nunca será la vuelta de lo mismo.
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